La máquina de la desesperanza

El capitalismo se desmorona y nosotros nos encontramos en la necesidad urgente de un cambio de paradigma, pero ¿estamos preparados para imaginar una alternativa?

by
David Graeber

From Adbusters #82: Endgame Strategies

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Ahora estamos en un callejón sin salida. El capitalismo como lo conocemos se está abriendo por las costuras.  Pero como las instituciones financieras se tambalean y se derrumban, no hay una alteranativa obvia. La resistencia organizada se encuentra dispersa y se vuelve incoherente. El movimiento de justicia global es una sombra de lo que fue. Por la sencilla razón de que es imposible mantener un crecimiento perpetuo en un platena finito, es muy probable que en aproximadamente una generación, el capitalismo deje de existir. Enfrentados a esta perspectiva, la reacción instintiva habitual es el miedo. Nos aferramos al capitalismo porque no podemos imaginar una alternativa mejor.

¿Cómo ocurrió todo esto? ¿Es imposible para los humanos imaginar un mundo mejor?

La desesperanza no es natural. Necesita ser provocada. Para entender esta situación, hemos de darnos cuenta de que los últimos treinta años han sido testigo de la construcción de un vasto aparato burocrático que crea y mantiene la desesperanza. En la raíz de esta maquinaria está la obsesión de los líderes globales de asegurar que no exista la percepción de que los movimientos sociales están creciendo o floreciendo, de que nunca se perciva que aquellos que desafían los mecanismos existentes de poder, puedan estar ganando. Mantener esta ilusión requiere ejércitos, prisiones, policía y compañías privadas de seguridad para crear un clima predominante de miedo, patrioterismo, conformidad y desesperación. Todas estas armas, cámaras de vigilancia y motores de propaganda son estraordinariamente costosos y no producen nada- son pesos muertos económicos que están arrastrando al fracaso a todo el sistema capitalista.

Esta maquinaria generadora de desesperanza es la responsable de nuestra reciente caída financiera y de las interminables listas de burbujas económicas a punto de reventar. Esta maquinaria existe para hacer añicos y pulverizar la imaginación humana, para destruir nuestra capacidad de visualizar un futuro alternativo. Como resultado, lo único que falta imaginar es dinero, y espirales de deuda fuera de control. ¿Qué es la deuda? Es dinero imaginario cuyo valor sólo puede hacerse realidad en el futuro. El capital financiero es, por lo tanto, la compra y la venta de esos beneficios imaginarios del futuro. Una vez que uno asume que el capitalismo estará ahí para toda la eternidad, la única forma de democracia económica que se puede imaginar es una en la que todos somos igualmente libres para invertir en el mercado. La libertad se ha convertido en el derecho de participación en los beneficios procedentes de la propia esclavitud permanente

Teniendo en cuenta que la burbuja económica se construyó en el futuro, su colapso hace que parezca que no quede nada más.

Este efecto, sin embargo es claramente temporal. Si la historia del movimiento de justicia global nos dice algo, es que en el momento en el que parece que hay una salida, la imaginación se desborda. Esto es lo que efectivamente ocurrió a finales de los noventa cuando pareció, por un momento, que podríamos estar dirigiéndonos hacia un mundo en paz. Lo mismo ha ocurrido en los últimos 50 años en Estados Unidos siempre que parece que podría estallar la paz: surge un movimiento social radical dedicado a los principios de acción directa y la democracia participativa. A finales de los 50 fue el movimiento a favor de los derechos civiles. A finales de los 70 fue el movimiento antinuclear. Más recientemente sucedió a escala planetaria y colocó al capitalismo contra las cuerdas. Pero cuando estábamos organizando las protestas en Seattle en 1999 o en las reuniones del Fondo Monetario Internacional (FMI) en DC en el año 2000, ninguno de nosotros podía soñar con que, en sólo tres o cuatro años, el proceso de la Organización Mundial del comercio (OMC) se derrumbaría, o que las ideologías de ‘libre comercio’ pudieran ser casi en su totalidad desacreditadas, y que los nuevos pactos de comercio, como el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) serían derrotados. El Banco Mundial claudicaría y finalmente sería destruido el poder del FMI sobre la mayoría de la población mundial.

Pero está claro que hay otra razón que explica todos estos acontecimientos. Nada atemoriza tanto a los líderes, especialmente a los líderes americanos, como la democracia de base. Cada vez que un movimiento democrático genuino comienza a surgir, particularmente aquellos basados en principios de desobediencia civil y acción directa, la reacción es la misma: el gobierno realiza concesiones inmediatas (de acuerdo, podéis tener derecho a voto) y justo después se empieza a agudizar la tensión militar exterior. El movimiento surgido está forzado a convertirse, entonces, en un movimiento anti bélico, que suele estar bastante menos organizado democráticamente. El movimiento a favor de los derechos civiles fue respondido con la guerra de Vietnam; el movimiento antinuclear, por las guerras por poderes en El Salvador y Nicaragua; y el movimiento de justicia global por la guerra contra el terrorismo. Ahora podemos ver el porqué de la última ‘guerra’: el esfuerzo condenado de una potencia en declive, para hacer su peculiar combinación de máquinas de guerra burocrática y capitalismo financiero especulativo, en una condición global permanente.

Ahora estamos claramente al borde de un nuevo surgimiento masivo de imaginación popular, No debería ser tan difícil. La mayoría de los elementos ya están ahí. El problema consiste en que nuestras percepciones han sido retorcidas durante décadas de propaganda implacable y ya no no somos capaces de acceder a ellas. Consideremos el término ‘comunismo’. Pocas veces un término ha llegado a ser tan injuriado. La línea estándar, que aceptamos más o menos de manera irreflexiva, es que el comunismo significa el control estatal de la economía. La historia nos ha mostrado que este sueño utópico imposible simplemente “no funciona”. Entonces, el capitalismo, aunque sea desagradable, es la única opción restante.

Si dos personas están arreglando una tubería y una le dice a otra “acércame la llave inglesa” entonces el otro no le dice “¿y yo qué consigo a cambio?”.

De hecho, lo que realmente significa el comunismo es cualquier situación que funcione acorde al siguiente principio: “de cada uno según sus capacidades, a cada uno según sus necesidades”. Ésta es, de hecho, la forma en que casi todo el mundo actúa cuando se trabaja en común. Por ejemplo, si dos personas están arreglando una tubería y una le dice a otra “acércame la llave inglesa” entonces el otro no le dice “¿y yo qué consigo a cambio?”. Y esto es cierto incluso si llegas a ser empleado de Bechtel o Citigroup. Se aplican los principios del comunismo porque son los únicos que realmente funcionan. Ésta es también la razón por la que ciudades enteras o países vuelven a alguna forma de comunismo para hacer frente a desastres naturales o colapsos económicos. En estas circunstancias, los mercados y las cadenas de mando jerárquicas son lujos que no pueden permitirse. Cuanta más creatividad sea necesaria, y cuantas más personas tengan que improvisar ante una determinada tarea, más probable será que el comunismo resultante sea igualitario. Es por eso que hasta los ingenieros informáticos más conservadores que intentan desarrollar nuevas ideas de software tienden a formar pequeños grupos democráticos. Es sólo cuando el trabajo se vuelve estandarizado y aburrido (pensemos en las cadenas de producción de las fábricas) cuando se hace posible imponer el autoritarismo, incluso las formas fascistas de comunismo. Pero el hecho es que incluso las compañías privadas están internamente organizadas acorde a principios comunistas. 

El comunismo ya está aquí. La cuestión es cómo democratizarlo aún más. El capitalismo, a su vez, es sólo una posible manera de gestionar el comunismo. Y cada vez resulta más claro que es bastante desastrosa. Es evidente que debemos ir pensando en una alternativa mejor, preferiblemente una que no nos obligue a estar atacándonos los unos a los otros de manera sistemática.

El capitalismo no es sólo un mal sistema para gestionar el comunismo, sino que es un sistema que periódicamente se desmorona. 

Todo esto hace que sea mucho más fácil entender por qué los capitalistas están dispuestos a invertir recursos en la maquinaria de la desesperanza. El capitalismo no es sólo un mal sistema para gestionar el comunismo, sino que periódicamente se desmorona. Y cada vez que lo hace, aquellos que se benefician de este sistema nos tienen que convencer a todos los demás de que no existe otra alternativa que volver a arreglarlo todo para que vuelva a estar como antes.

Los que desean derribar el sistema han aprendido de la experiencia amarga, que no podemos depositar nuestra fe en los estados. En cambio, la pasada década ha acogido el desarrollo de miles de formas de asociaciones de ayuda mutua. Hay ejemplos que se extienden desde diminutas cooperativas hasta enormes experimentos anticapitalistas, de fábricas ocupadas en Paraguay y Argentina a plantaciones de té autoorganizadas o colectivos pesqueros en India, de institutos autónomos en Corea a comunidades insurgentes en Chiapas y Bolivia. Estas asociaciones de campesinos sin tierras, ocupantes ilegales urbanos, y alianzas vecinales, aparecen más o menos en todas aquellas partes donde el poder estatal y el capital global parece que miran temporalmente hacia otro lado. Estas personas probablemente carezcan de una unidad ideológica, muchos no son ni conscientes de la existencia de los demás, pero todos ellos están marcados por un deseo común de romper con la lógica del capital. “Los sistemas económicos de la solidaridad” existen en cada continente, en al menos 80 países diferentes. Estamos en el punto en el que podemos comenzar a concebir estas cooperativas que se tejen juntas a nivel global y crean una civilización insurgente genuina.

Estas alternativas visibles dinamitan la inevitabilidad de la solución de parchear el sistema para que recupere su forma previa al colapso- es por eso que se vuelve un imperativo, en aras de la gobernanza global, el suprimir estas alternativas o, al menos, garantizar que nadie sepa de ellas. Ser consciente de las alternativas nos permite ver todo aquello que ya veíamos con una nueva luz. Nos damos cuenta de que ya somos comunistas cuando trabajamos en proyectos comunes, ya somos anarquistas cuando queremos resolver problemas sin recurrir a abogados o policías, ya somos los revolucionarios cuando hacemos algo realmente nuevo.

Uno podría objetar: una revolución no puede limitarse a esto. Es cierto. En este sentido, los grandes debates estratégicos acaban de empezar. Veamos: durante al menos 5.000 años, antes de que capitalismo siquiera existiese, los movimientos populares han tendido a concentrarse en las luchas por la deuda. Existe un motivo para ello. La deuda es el medio más eficiente jamás creado para hacer que las relaciones fundamentalmente basadas en la violencia y la desigualdad, parezcan moralmente correctas. Cuando este truco deja de funcionar todo estalla, como ocurre ahora. La deuda se ha revelado a si misma como la mayor debilidad del sistema, el punto que lo hace caer en barrena. Pero la deuda también permite un sinfín de oportunidades para la organización. Algunos hablan de la huelga de los deudores o el cártel de los deudores.

Quizás sí, pero al menos podemos empezar con una promesa contra los desahucios. Barrio por barrio podemos comprometernos a apoyarnos mutuamente si somos expulsads de nuestras casas. Este poder no sólo reta a los regímenes de la deuda, sino que desafía el fundamento moral del capitalismo. Este poder crea un nuevo régimen. Después de todo, una deuda es sólo una promesa y el mundo está lleno de promesas rotas. Pensemos en la promesa hecha a nosotros por el Estado: si abandonamos cualquier derecho a gestionar colectivamente nuestros propios asuntos, se nos proporcionará la seguridad vital básica. Pensemos en la promesa hecha por el capitalismo: podemos vivir como reyes si estamos dispuestos a comprar mercancía en nuestra propia subordinación colectiva. Todo se ha venido derrumbando. Lo que permanece es lo que somos capaces de prometernos entre nosotros directamente, sin la mediación de las burocracias políticas y económicas.

La revolución comienza preguntándonos: ¿qué tipo de promesas nos hacemos entre nosotros los hombres y las mujeres libres y cómo, realizándolas, empezamos a cambiar el mundo?  

David Graeber es el autor de “Possibilities: Essays on Hierarchy, Rebellion and Desire” (Posibilidades: ensayos sobre jerarquía, rebelión y deseo” y “Direct Action: An Ethnography” (Acción directa: una etnografía).

Translated by the Translator Brigadestranslatorbrigades@gmail.com

Tactical Briefing

We have reached an impasse. Capitalism as we know it is coming apart at the seams. But as financial institutions stagger and crumble, there is no obvious alternative. Organized resistance is scattered and incoherent. The global justice movement is a shadow of its former self. For the simple reason that it’s impossible to maintain perpetual growth on a finite planet, it’s possible that in a generation or so capitalism will no longer exist. Faced with this prospect, people’s knee-jerk reaction is often fear. They cling to capitalism because they can’t imagine a better alternative.

How did this happen? Is it normal for human beings to be unable to imagine a better world?

Hopelessness isn’t natural. It needs to be produced. To understand this situation, we have to realize that the last 30 years have seen the construction of a vast bureaucratic apparatus that creates and maintains hopelessness. At the root of this machine is global leaders’ obsession with ensuring that social movements do not appear to grow or flourish, that those who challenge existing power arrangements are never perceived to win. Maintaining this illusion requires armies, prisons, police and private security firms to create a pervasive climate of fear, jingoistic conformity and despair. All these guns, surveillance cameras and propaganda engines are extraordinarily expensive and produce nothing – they’re economic deadweights that are dragging the entire capitalist system down.

This hopelessness-generating apparatus is responsible for our recent financial freefalls and endless strings of bursting economic bubbles. It exists to shred and pulverize the human imagination, to destroy our ability to envision an alternative future. As a result, the only thing left to imagine is money, and debt spirals out of control. What is debt? It’s imaginary money whose value can only be realized in the future. Finance capital is, in turn, the buying and selling of these imaginary future profits. Once one assumes that capitalism will be around for all eternity, the only kind of economic democracy left to imagine is one in which everyone is equally free to invest in the market. Freedom has become the right to share in the proceeds of one’s own permanent enslavement.

Since the economic bubble was built on the future, its collapse made it seem like there was nothing left. This effect, however, is clearly temporary. If the story of the global justice movement tells us anything, it is that the moment there appears to be any sort of opening the imagination springs forth. This is what effectively happened in the late ’90s when it looked for a moment like we might be moving toward a world at peace. The same thing has happened for the last 50 years in the US whenever it seems like peace might break out: a radical social movement dedicated to principles of direct action and participatory democracy emerges. In the late ’50s it was the civil rights movement. In the late ’70s it was the anti-nuclear movement. More recently it happened on a planetary scale and challenged capitalism head-on. But when we were organizing the protests in Seattle in 1999 or at the International Monetary Fund (IMF) meetings in DC in 2000, none of us dreamed that within a mere three or four years the World Trade Organization (WTO) process would collapse, “free trade” ideologies would be almost entirely discredited and new trade pacts like the Free Trade Area of the Americas (FTAA) would be defeated. The World Bank was hobbled and the power of the IMF over most of the world’s population was effectively destroyed.

But of course there’s another reason for all this. Nothing terrifies leaders, especially American leaders, as much as grassroots democracy. Whenever a genuinely democratic movement begins to emerge, particularly one based on principles of civil disobedience and direct action, the reaction is the same: the government makes immediate concessions (fine, you can have voting rights) and then starts revving up military tensions abroad. The movement is then forced to transform itself into an anti-war movement, which is often far less democratically organized. The civil rights movement was followed by Vietnam, the anti-nuclear movement by proxy wars in El Salvador and Nicaragua and the global justice movement by the War on Terror. We can now see the latter “war” for what it was: a declining power’s doomed effort to make its peculiar combination of bureaucratic war machines and speculative financial capitalism into a permanent global condition.

We are clearly on the verge of another mass resurgence of the popular imagination. It shouldn’t be that difficult. Most of the elements are already there. The problem is that our perceptions have been twisted into knots by decades of relentless propaganda and we are no longer able to see them. Consider the term “communism.” Rarely has a term come to be so utterly reviled. The standard line, which we accept more or less unthinkingly, is that communism means state control of the economy. History has shown us that this impossible utopian dream simply “doesn’t work.” Thus capitalism, however unpleasant, is the only remaining option.

In fact, communism really just means any situation where people act according to this principle: from each according to his abilities, to each according to his needs. This is, in fact, the way pretty much everyone acts if they are working together. If, for example, two people are fixing a pipe and one says “hand me the wrench,” the other doesn’t say “and what do I get for it?” This is true even if they happen to be employed by Bechtel or Citigroup. They apply the principles of communism because they’re the only ones that really work. This is also the reason entire cities and countries revert to some form of rough-and-ready communism in the wake of natural disasters or economic collapse – markets and hierarchical chains of command become luxuries they can’t afford. The more creativity is required and the more people have to improvise at a given task, the more egalitarian the resulting form of communism is likely to be. That’s why even Republican computer engineers trying to develop new software ideas tend to form small democratic collectives. It’s only when work becomes standardized and boring (think production lines) that it becomes possible to impose more authoritarian, even fascistic forms of communism. But the fact is that even private companies are internally organized according to communist principles.

Communism is already here. The question is how to further democratize it. Capitalism, in turn, is just one possible way of managing communism. It has become increasingly clear that it’s a rather disastrous one. Clearly we need to be thinking about a better alternative, preferably one that does not systematically set us all at each others’ throats.

All this makes it much easier to understand why capitalists are willing to pour such extraordinary resources into the machinery of hopelessness. Capitalism is not just a poor system for managing communism, it also periodically falls apart. Each time it does, those who profit from it have to convince everyone that there is really no choice but to dutifully paste it all back together again.

Those wishing to subvert the system have learned from bitter experience that we cannot place our faith in states. Instead, the last decade has seen the development of thousands of forms of mutual aid associations. They range from tiny cooperatives to vast anti-capitalist experiments, from occupied factories in Paraguay and Argentina to self-organized tea plantations and fisheries in India, from autonomous institutes in Korea to insurgent communities in Chiapas and Bolivia. These associations of landless peasants, urban squatters and neighborhood alliances spring up pretty much anywhere where state power and global capital seem to be temporarily looking the other way. They might have almost no ideological unity, many are not even aware of the others’ existence, but they are all marked by a common desire to break with the logic of capital. “Economies of solidarity” exist on every continent, in at least 80 different countries. We are at the point where we can begin to conceive of these cooperatives knitting together on a global level and creating a genuine insurgent civilization.

Visible alternatives shatter the sense of inevitability that the system must be patched together in its pre-collapse form – this is why it became such an imperative on behalf of global governance to stamp them out (or at least ensure that no one knows about them). Becoming aware of alternatives allows us to see everything we are already doing in a new light. We realize we’re already communists when working on common projects, already anarchists when we solve problems without recourse to lawyers or police, already revolutionaries when we make something genuinely new.

One might object: a revolution cannot confine itself to this. That’s true. In this respect, the great strategic debates are really just beginning. I’ll offer one suggestion though. For at least 5,000 years, before capitalism even existed, popular movements have tended to center on struggles over debt. There is a reason for this. Debt is the most efficient means ever created to make relations fundamentally based on violence and inequality seem morally upright. When this trick no longer works everything explodes, as it is now. Debt has revealed itself as the greatest weakness of the system, the point where it spirals out of control. But debt also allows endless opportunities for organizing. Some speak of a debtors’ strike or debtors’ cartel. Perhaps so, but at the very least we can start with a pledge against evictions. Neighborhood by neighborhood we can pledge to support each other if we are driven from our homes. This power does not solely challenge regimes of debt, it challenges the moral foundation of capitalism. This power creates a new regime. After all, a debt is only a promise and the world abounds in broken promises. Think of the promise made to us by the state: if we abandon any right to collectively manage our own affairs we will be provided with basic life security. Think of the promise made by capitalism: we can live like kings if we are willing to buy stock in our own collective subordination. All of this has come crashing down. What remains is what we are able to promise one another directly, without the mediation of economic and political bureaucracies. The revolution begins by asking what sorts of promises do free men and women make one another and how, by making them, do we begin to make another world?

David Graeber is the author of Possibilities: Essays on Hierarchy, Rebellion and Desire and Direct Action: An Ethnography.